Uno de los grandes retos de la paternidad es conseguir ayudar a los hijos a desarrollar una adecuada autoestima. En la tarea de ser padres, la mayoría de las personas se esfuerzan por brindar a sus hijos felicidad y éxito, y alejarles de las penalidades de la vida. Podríamos decir que procuran forjar ese “colchón” que es la autoestima, que va amortiguando, desde que somos niños, el impacto de las dificultades que nos vamos encontrado en el camino.
Esta tarea no es sencilla y, aunque en su construcción entran muchos factores en juego, vamos a hacer un breve recorrido que nos ayude a entender la potencia que pueden tener los padres en el desarrollo de la autoestima de los hijos.
¿Qué es la autoestima?
La autoestima es esencial para nuestro desarrollo psicológico. A pesar de que es un constructo que utilizamos para realizar una valoración global de nosotros mismos y nuestras experiencias, se acaba convirtiendo en piedra angular de nuestro modo de hacer y sentir en el mundo.
Es fruto de las numerosas interacciones que tienen lugar desde la infancia en el entorno, con los demás (padres y/o madres, abuelos…), según premian o castigan la conducta del niño, de acuerdo con lo que consideran adecuado, incluido lo que se estipula dentro de nuestro marco socio-cultural. Por ejemplo, si un niño mete el mando de la TV en el cubo de la fregona y el adulto le regaña, es muy probable que en un futuro no vuelva a repetirlo. Si, además, emite un juicio de valor del tipo “¡eres un trasto, Jorgito!”, el niño va aprendiendo que él es un trasto, un travieso.
De este modo y junto con nuestras experiencias de éxito o fracaso, desde niños vamos aprendiendo a establecer relaciones funcionales con nosotros mismos, es decir, maneras de relacionarnos con nosotros mismos y nuestro autoconcepto: yo soy bueno, malo, travieso, inteligente, guapo, resolutivo, fracasado, impuntual, desorganizado…; yo me siento contento, capaz, tranquilo, incompetente, desesperanzado…
A sí mismo, la autoestima también es fruto de muchos otros factores.
La potencia de los padres
Tan importante como premiar y castigar la conducta de nuestros hijos es aportarles seguridad y afecto. Para los hijos, los padres lo son todo en vida: protección, seguridad, bienestar… Son fuente de felicidad y cuidado, y a ellos van a recurrir siempre que necesiten algo. También de ellos van a aprender día a día, en tanto que ejercen de modelos de conducta. ¡Pero tranquilos, que no cunda el pánico! Hay muchas oportunidades de hacerlo bien. En muchos casos, los niños crecen felices y sanos cuando el cariño y la seguridad han sido una constante en sus vidas.
Lo que no hay que dejar de tener presente es que los padres van a ser padres para sus hijos siempre, durante toda su vida. Lo van a ser en los momentos buenos y en los momentos malos y, en todos, los hijos van a ser espectadores.
Los padres son importantes desde que los hijos son bien pequeños (especialmente), hasta que se convierten en adultos, incluyendo necesariamente la etapa de la adolescencia, donde sigue siendo imprescindible recibir cuidados, apoyo y presencia, aunque sea a otro nivel.
Ver y mirar a nuestros hijos: no es lo mismo
¡Qué difícil es ser padres! Lo es, porque además de “estar” ahí, hay que estar de cierta manera. Y es que si queremos ser capaces de ver realmente a nuestros hijos, tendremos que hacer un esfuerzo por mirar de otra manera, tratando de dejar a un lado nuestras expectativas o deseos. Como padres, a veces se tienen opiniones sobre cómo nos gustaría que fueran nuestros hijos que pueden impedir que les veamos con precisión. Conseguir esto último requiere más tiempo y dedicación, pero como resultado tendremos una relación más satisfactoria, con menos conflictos y unas expectativas más ajustadas. Podremos:
Reconocer sus capacidades y sus fortalezas.
Comprender su conducta en el contexto en el que tiene lugar, algo muy importante para no incurrir en el error de que “mi hijo es de una manera”, sino “mi hijo ha actuado así, en esta circunstancia”.
Aceptarles en su totalidad. Los niños que se sienten comprendidos por sus padres, pueden permitirse ser auténticos, sin temor a ser rechazados. Esto, a su vez, les permite aceptarse a sí mismos, la clave de la autoestima.
Una cosa es oír y otra es escuchar
Podemos oír todo lo que nos dicen, pero el ejercicio de escuchar implica dar un paso más allá. Conlleva recoger la información importante y dar una respuesta elaborada, con mimo. A veces hay que buscar el momento adecuado y poder sentirnos libres de decirle a nuestros hijos “ahora no puedo escucharte, pero te prometo que después buscaremos un rato”. La cuestión es que el rato que les dediquemos, sea de calidad. No se trata de estar siempre, sino de estar bien, en calidad, cuando estemos con ellos. Los hijos son conscientes del interés que los adultos ponen en cada interacción, tanto a nivel verbal como no verbal.
El lenguaje y la autoestima
El poder del lenguaje es extraordinario. Su naturaleza simbólica nos permite ir todo lo lejos que queramos, imaginando nuevos inventos, desarrollando métodos más eficaces de combatir una enfermedad, diseñando y ordenando la realidad a nuestro antojo. También nos permite ahorrar tiempo, categorizando nuestro mundo. La potencia del lenguaje es tal que, a veces incluso sin que haya habido una experiencia de por medio, es capaz de regular nuestra conducta. Así, y en el tema que nos atañe, mediante el lenguaje el adulto pone en contacto al niño con las consecuencias futuras de sus actos:“si llegas tarde, mañana no podrás salir”.
Pero además de tener un lado brillante, el lenguaje tiene un lado oscuro que no debemos desatender. El lenguaje que los padres utilizan es la herramienta más potente que tienen para construir la autoestima de sus hijos. Su funcionalidad no solo es importante a la hora de instaurar normas y reglas verbales, sino que también lo es diariamente en cada interacción, con las palabras que se utilizan y del modo en que se haga. Con ellas también se va forjando su identidad.
Debido a ello, es especialmente importante cuidar las pautas de comunicación con los hijos (en artículos posteriores profundizaré en el lenguaje para educar la autoestima de nuestros hijos). El lenguaje de la autoestima es el lenguaje de la descripción. Centrarnos en describir lo que nuestro hijo hace (lo que uno ve u oye) en lugar de entrar a valorarlo (cómo de bueno o malo fue o es), es la primera tarea que podemos empezar a llevar a cabo.
A modo de conclusión
A pesar de que nuestra autoestima es fruto de nuestra propia experiencia de vida, a todos los niveles, la buena noticia es que la forma en que uno siente y se percibe a sí mismo puede cambiar. Todos podemos estar a salvo, cuando se trata de decidir mejorar voluntariamente.
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